Revista Ñ

EL CABALLO ORÁCULO DEL CAUDILLO

Facundo Quiroga se suma a la serie de líderes que tuvieron animales singulares. No se trata solo de las condicione­s físicas excepciona­les, sino por sus poderes.

- POR MARÍA ROSA LOJO

Juan Facundo Quiroga (1788 – 1835) es probableme­nte el más famoso de nuestros caudillos, desde que Sarmiento lo convirtió en protagonis­ta de su Facundo o civilizaci­ón y barbarie (1845), ambicioso tiro por elevación contra Juan Manuel de Rosas con potentes efectos literarios colaterale­s. Para entonces el general riojano emboscado y asesinado en Barranca-Yaco ya era el sujeto de una narrativa fabulosa, donde convergían lo mitológico y lo histórico. Su caballo jugaría un rol relevante en esa construcci­ón.

También el revisionis­ta David Peña observó ciertos elementos que le prestan a la figura de Quiroga un atractivo arcaico y señala en su biografía Juan Facundo Quiroga que el caudillo tiene algo de centauro, ya que está mágicament­e ligado a un caballo prodigioso: “Como los emperadore­s y guerreros antiguos, Facundo identifica su celebridad con la del caballo que usa: vosotros sabéis lo que es el caballo en la leyenda nuestra, lo que es el caballo para el gaucho de la montaña y de la pampa”.

Así, si el caudillo es también el mejor jinete y monta el mejor corcel, en el caso de Quiroga, ese corcel era conocido como “el moro” por su peculiar pelaje oscuro con reflejos color gris acero. “El moro es veloz como el corcel de Philotas, inteligent­e como el de César, sagrado como el de Calígula”, apunta Peña.

Salvo la mención a Calígula (célebre más bien por su crueldad, su locura y sus perversion­es), Facundo y su cabalgadur­a quedan inscritos en una “serie virtuosa” de líderes y monarcas, que tuvieron caballos singulares, no solo por sus condicione­s físicas excepciona­les, sino por sus poderes perceptivo­s e intuitivos supuestame­nte superiores a los de la común humanidad.

A veces los distinguen marcas y posturas: la mancha en forma de cabeza de buey que le vale su nombre a Bucéfalo, el caballo de Alejandro, o los cascos hendidos en forma de dedos humanos, como Genitor, el corcel de Julio César; o la forma de correr y de pararse: el caso de Borístenes, caballo de Adriano.

No son meras posesiones, sino sujetos con voluntad propia que eligen a sus jinetes y que solo por ellos se dejarán montar. Su muerte, o su pérdida, producen en esos jinetes privilegia­dos el duelo y la consternac­ión más extremos. Se les erigen mausoleos, se los entierra con honores. Hasta se fundan ciudades en su homenaje (es lo que hace Alejandro Magno al levantar Bucefalía). Si estos animales son sustraídos (algo no infrecuent­e, dado su valor material y simbólico), la furia y las represalia­s (o la amenaza de ellas) resultan memorables.

Uno de los elementos más perturbado­res para la visión racional moderna, sobre el caballo de Quiroga, es la capacidad oracular y predictiva que le adjudican sus soldados y que lo equipara, como menciona Peña, al caballo de Julio César.

En sus Memorias póstumas, el general unitario José María Paz, militar con formación académica filosófica y científica, acérrimo rival del riojano, enfoca tales creencias con mirada irónica: “Tenía un célebre caballo moro (así llaman a un caballo de color gris) que a semejanza de la cierva de Sertorio, le revelaba las cosas más ocultas y le daba los más saludables consejos”.

Los poderes sobrenatur­ales señalados no solo se refieren al moro, ni son artículo de fe para “la última clase de la sociedad”; también, añade Paz, se dice que Facundo tiene escuadrone­s enteros de hombres capaces de convertirs­e en tigres (los capiangos), y “espíritus familiares” que obedecen sus mandatos. Esta convicción traspasa la barrera de las jerarquías y la instrucció­n. La comparten los gauchos analfabeto­s y sus comandante­s, como parece ocurrir con dos de ellos: Isleño y Güemes Campero.

Este último, prisionero de Paz, se empeña en dar testimonio de lo sucedido en la batalla de La Tablada entre Quiroga y su caballo. Jura que el moro “se indispuso terribleme­nte con su amo porque no siguió el consejo que le dio de evitar la batalla ese día. Soy testigo ocular de que habiendo querido, poco después del combate, mudar caballo y montarlo (el General Quiroga no cabalgó el moro en esa batalla), no permitió que lo enfrenasen por más esfuerzos que se hicieron, siendo yo mismo uno de los que procuré hacerlo, y todo esto era para manifestar su irritación por el desprecio que el General hizo de sus avisos”.

La batalla de La Tablada (1829), señala Paz, no sin orgullo personal, fue un punto de quiebre en la gloria y el poder ascendente­s de Quiroga. De haber vencido este, asume, se hubiera convertido, quizás, en la figura militar y política dominante en todo el interior de la República.

¿Compartía realmente Quiroga esta “superstici­ón” que, según Paz, le permitía manipular tanto a los jefes de su ejército como al pueblo raso? Su vencedor no se pronuncia al respecto. Si juzgamos por la reacción del riojano cuando le arrebatan su caballo, evidenteme­nte se sentía ligado a él por un vínculo inusitado.

El secuestro de un caballo

Luego de la segunda derrota de Facundo en Oncativo (1830), dice Paz, se deja de hablar de los poderes especiales del caudillo federal y de su montado. Pero no solo por lo que el general unitario considera mérito de su avanzada civilizado­ra. Es que el caballo moro mismo ha desapareci­do.

Capturado primero por el ejército enemigo, parece haber pasado de las manos de Gregorio Aráoz de La Madrid a las del federal Estanislao López, gobernador de Santa Fe, aunque este negó siempre que se tratara en verdad del caballo de Quiroga. Un intrincado cruce de cartas e infructuos­as mediacione­s, en las que intervinie­ron Juan Manuel de Rosas y Tomás de Anchorena, no sirvió para reunir a Facundo con el animal extraordin­ario que valoraba por sobre cualquiera otra considerac­ión, inclusive, por encima de alianzas políticas fundamenta­les para la Federación, como la que mantenía con López.

Para el llamado Tigre de los Llanos, no había forma de compensar la pérdida irreparabl­e, y así se lo escribe a Tomás de Anchorena: “Estoy seguro que pasarán muchos siglos de años para que salga en la República otro caballo igual”.

¿Quién era en verdad, Juan Facundo Quiroga, ese “hombre no común”, como lo llama Paz? ¿El guerrero clarividen­te y a veces implacable que leía en la mente y el corazón de sus soldados? ¿El “brujo”, que se vinculaba con las fuerzas cósmicas y atisbaba el arcano del porvenir a través de su vínculo con un corcel mágico?

La respuesta, creo, no es disyuntiva: todos estos roles y funciones, así como lo afectivo, lo mítico-religioso y lo racional podían coexistir en una misma persona. En el medio rural donde el caudillo nació y se crió, la devoción católica se entremezcl­aba con los mitos prehispáni­cos (como el de los capiangos); animales y humanos resonaban en una misma frecuencia cósmica, enlazados en acuerdos y parentesco­s.

Dentro de esa visión, el moro acaso es el tótem de un linaje, o el “doble” de Quiroga, que exterioriz­aba y materializ­aba su ser esencial más íntimo y profundo.

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Pintura “El moro de Salgado”, de Eleodoro Marenco.

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